A través de la ventana de la cocina,
advierto en la ventana de la casa que está cruzando la calle, cubriéndola, un
caballete orientado hacia afuera con un cuadro de una familia entrelazada en
brazos, sonriendo a una silueta de espaldas que se asoma tomándoles una foto.
De tan lejos no puedo ver si es una foto o una pintura.
Ampliamos el foco para ver la ventana
de enfrente por completo. Es como una película, por lo menos anticipo una
escena: salen, ladran un poco, y entran otra vez dos perros. Vigías de lo que
nadie percibe. Aunque hace frío, la ventana está abierta por ellos. Ni siquiera
el sol justifica la entrada de calor, porque no hay.
Cuando era chica, allí había dos
nenas con las que hablábamos de ventana a ventana. Un día me invitaron a su
casa a jugar en la pelopincho. Como siempre, tragué agua, nadé rozando el suelo
con mi torso, los ojos abiertos (tres horas más tarde estaba un poco cansada
pero esa vez no me dolían ni el estómago ni los ojos porque no había cloro en
la pileta). Y jugamos a rescatarnos a lo “baywatch”. Estuve en una gran
habitación donde había muchos, muchos juguetes y que actualmente miramos por
esta ventana donde salen, ladran un poco, y entran otra vez.
Salen, ladran un poco, y entran.
Salen, ladran. Hasta que cae el telón del día.
La noche pertenece a las sirenas. En
aguas lejanas ─aunque no tanto, a menos de 10 km
según el “Google Maps”─ se reproducen historias contadas por
ambulancias, camiones cisterna, patrulleros. Salen, ladran un poco, y entran
otra vez dos perros. Desde que se abre la noche hasta la hora en que cambia de
día, los postigones permanecen abiertos ─eso en esta cuadra significa que hay gente en la casa, aunque les falta
la luz prendida que completa la señal, útil por seguridad cuando la vivienda
queda vacía─ pero la ventana no contiene al
cuadro y los perros ya no están tanto ─les confieso que casi los olvido─ para que no molesten a
los vecinos con sus
ladridos: las luces están apagadas.
Repentinamente, ¡la negrura se mueve!
¡Era una cortina negra! ¡Veo luz en el fondo! ¡Y un televisor! Los postigones
abiertos, la luz tapada por una cortina opaca. La luz tapada por una cortina
opaca que simula lo apagado, lo
inanimado, lo cerrado y atrapado. Y la ventana sólo se abre para que se
asomen los perros, pero casi no ocurre, por el frío polar de la noche y la
estufa prendida, seguramente.
¿Cuántas veces se habrá descorrido la
cortina? ¿En manos de quién? En momentos del día en que pensé: la sombra eclipsa la escena, estarían el
aire, la ventana abierta, pero que no se
pueda espiar: ¿¡Me habrán visto!? ¿¡Tantos!? ¿¡Y tapado con la cortina!?
Doble
ventana ella también está mirando y escribiéndome-sobre-mí. ¿¡Ella!?
Vayamos a la otra ventana, la de la
cocina, “mi” cocina, “mi” casa. Hasta hace poco era una ventana con dos árboles
que se enredaban en las rejas de manera hermosa (a veces los turistas la
fotografiaban). Por la llegada de la plaga de ratas producto de los arreglos en la casa de al lado, mamá las sacó. Esto
tenía algo de sentido, pero no del todo:
─Porque las ratas se cuelgan de acá ─dijo.
Y yo digo que sin las plantas la
cocina parece un “reality show” para los que caminan por la vereda y para los
vecinos de enfrente. Además, ahora se nota que los marcos de las ventanas no se
barnizaron después de su primera colocación veinte años atrás, y que son
pesadas como para limpiarlas frecuentemente de ambos lados por sus vidrios
manchados con las lluvias, los vapores de los hervores y cocciones, acá no se fríe, por lo menos no cuando están mamá y la abuela, ni
por separado, y menos juntas. Lo que me recuerda otra cosa que tampoco se hace:
─¿Para qué toman mate?
Ensucia, hace mal, se te llena de polvillo el estómago, y es de vagos…
tu amiga “tal” toma mate, ¿no?
─repite la abuela cada
vez que mis hermanas olvidan la yerba a su alcance, o se va alguna amistad
nuestra o ocurre una situación-que-relaciona-con-el-asunto. En esas cositas
aparece la decadencia de las familias. En esos mitospara guardar la moral y la salud, los relatos vergonzantes, las
frases repetidas, la palabra santa.
Allí compendiados su amor, sus lazos y su historia (la tradición oral y
actualmente, digital).
Las ventanas pasadas por agua llevan
a mirar lo otro que decae: un hueco con cables tapado con una bolsa (hecha
bolsa, por las tormentas). Antes había un precioso farol, verde, como las rejas
y el portón. No está más porque se quemó, ocasión en la que saltaron los
tapones y se cortó la luz. Debajo de ese hueco había un jazminero, pero ahora
es como una esponja vegetal, o una bola de heno… una cosa toda seca y quemada.
Las baldosas del patio y de la vereda todas rotas, algunas ya no están.
Decayendo. Lo que decae es tan
poético, tan literario. Es una palabra que se entiende mejor en su gerundio, en
su infinitivo, en su presente, en su sustantivo donde se muestra su doble: es
un momento donde el fluir del lenguaje me punza, saliéndome del lugar común.
Entonces es importante escribir esto, registrarlo, lo que decae está quieto
porque no crece, detenido en esencia, pero exteriormente se mueve hacia la
pérdida, la caída, la ruina. No imagino mi lugar ─mi
hogar─ con esta quietud que decae.
Retomamos la imagen de enfrente. Ventana-ventana-caballete-cuadro-escena
de la foto: cuadros, recuadros, marcos dentro de marcos, foto dentro de foto: y
ahí también, película: donde nadie te mira a los ojos por las reglas de la
Ficción.
La foto certifica la presencia,
aunque haya sido una pose, lo que ha sido
(¡la familia feliz!). La pintura evoca la melancolía, lo que pudo haber sido (¿la familia feliz?). No sé si a ustedes les
pasa como a mí, que reversiblemente un objeto quieto cobra movimiento, o que
una escena se detiene
─oxigenando a la costumbre a través de un vislumbramiento
de razonamiento artístico:
el “pasar”, “mirar”, “estar” se
complejiza:
apunta─
con todas las máscaras que sujetan:
en este momento:
transeúnte, cuerpo que danza, música
y respira dejando aparecer el ser, observadora, ojos que se pregnan, lectora,
intelecto, creatividad y ojos, escritora, mente, creatividad, ego, lengua y voz
que buscan lenguaje, el género y número tácitos aunque anestesiado en el amor
por lo estético:
─que con el disparo se caigan, se
suelten, revelen─
para marcarnos el goce o el desgarro.